Me iré una tarde desapacible
sin duelo y sin llanto,
dejaré de hilar lo descosido
en este vestido de centuria,
con el rictus desencajado, sombrío
por la tupida red que me atrapa,
me dinamita y lanza como un resorte
enmohecido tras la lluvia fresca.
Iré al lugar de los héroes caídos,
al fragoroso edén que respira,
y no vendrá lo perdido ni lo callado,
quizás el coloso árbol, tambaleante
pronuncie lo que dicen,
los que se quedan.
Renunciaré al pleito continuo
que sujeta mis alas,
al fútil cortejo de las ninfas,
a la luna que recatada, impone
limites y melancolía,
se sube por los albérchigos logrados
escalando al fruto que exaspera,
por un lugar inalcanzable, copado
y sin frontera.
Mas no seré ni raíz invisible
que sustente a la tierra agorera,
ni lombriz que serpee la mortandad
ya fustigada de seres que pierden,
y cerrarán su portillo las nieves
al sol que atormentado, expele
sangre renovada y alboradas.
Me iré en un instante de centeno,
en lo que transmita con un guiño oportuno,
la llamada pertinaz y definitiva.
Mayor el desafío de la vida,
que nos empequeñece e interroga
sobre la edad que celebramos,
ínfimo premio pues, el reeditar
la vida.
Cansado de suplir lo irreversible,
con engaño de atento pasante
nos dejamos caer en el gozo de lo ido,
y mientras caemos, nos vamos
ya para siempre...
para nunca volver.
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